LA ESCRITURA DE LA HISTORIA
Michel de Certeau
Mi resumen Michel de Certeau
0. Escrituras e Historia
La historia moderna occidental comienza con la diferencia entre el presente y el pasado. Por esta diferencia se distingue también de la tradición (religiosa), de la cual nunca llega a separarse completamente, y conserva con esta arqueología una relación de deuda y rechazo.
Finalmente, hay un tercer corte que organiza el contenido en lo que va del trabajo a la naturaleza y que supone una separación entre el discurso y el cuerpo (social). La historia hace hablar al cuerpo que calla. Supone un desfasamiento entre la opacidad silenciosa de la “realidad” que desea expresar y el lugar donde produce su discurso, protegida por la distancia que las separa de su objeto (Gegen-stand).
Una estructura propia de la cultura occidental moderna se indica sin duda en este tipo de historiografía: la inteligibilidad se establece en relación al “otro”, se desplaza al modificar lo que constituye su otro” el salvaje, el pasado, el pueblo, el loco, el niño, el tercer mundo.
La historiografía separa en primer lugar su propio presente de un pasado, pero repite siempre el gesto de dividir. La cronología se compone de “periodos”, entre los cuales se traza cada vez la decisión de ser otro o de no ser más lo que se ha sido hasta entonces. Por turno, cada tiempo “nuevo” ha dado lugar a un discurso que trata como “muerto” a todo lo que precedía pero que recibía un “pasado” ya marcado por rupturas anteriores.
La historiografía trata de probar que el lugar donde se produce es capaz de comprender el pasado, por medio de un extraño procedimiento que impone la muerte y que se repite muchas veces en el discurso.
Este procedimiento paradójico se simboliza y se efectúa que tiene valor de mito y de rito a la vez: la escritura, que sustituye a las representaciones tradicionales que autorizaban al presente con un trabajo representativo que articula en un mismo espacio la ausencia y la producción.
En Occidente, desde hace cuatro siglos, “hacer historia” nos leva siempre a la escritura. En cuanto práctica, es el símbolo de una sociedad capaz de controlar el espacio que ella misma se ha dado de sustituir la oscuridad del cuerpo vivido con el enunciado de un “querer saber” o de un “querer dominar” al cuerpo, de transformar la tradición recibida de un texto producido.
La historiografía se apoya como último recurso en un poder que se distingue efectivamente del pasado y de la totalidad de la sociedad. Al constituirse espacialmente y al distinguirse con el título de un querer autónomo, el poder político da lugar también a exigencias del pensamiento de los siglo XVI y XVII. Dos tareas se imponen, a la cual van a transformar por medio de juristas y politólogos. El poder debe legitimarse.
Desde el siglo XVI la historiografía deja de ser la representación de un tiempo providencial, es decir, de una historia decidida por un sujeto inaccesible al cual solo podemos descifrar a través de los signos de su voluntad. Una razón de estado le está dando su propia definición: la construcción de un discurso coherente que enuncie con detalle las “acciones” que un poder es capaz de realizar en función de datos concretos, gracias a un arte de tratar los elementos que le impone un ambiente. Esta ciencia es estratégica por su objeto: la historia política. Lo es también por su metodología en el manejo de datos, archivos o documentos.
El historiador se ha colocado en este lugar. No hace la historia, lo único que puede hacer es una historia.
La narración se presenta como una dramatización del pasado, y no como el campo restringido donde se efectúan operaciones desfasadas, relacionadas con el poder.
La historiografía echa a andar las condiciones de posibilidad de una producción, y es al mismo tiempo el sujeto de su propio discurso.
La producción es su principio de explicación cuasi universal, puesto que la investigación histórica toma todo documento como síntoma de lo que la ha producido.
La producción a nombre a una cuestión aparecida en Occidente con la práctica mítica de la escritura. Hasta entonces, la historia se desarrollaba introduciendo en todas partes una separación entre la materia (los hechos) y el ornamentum (la presentación). Trata de encontrar una verdad de los hechos bajo la proliferación de las “leyendas”, donde proliferaban las mezclas de ilusión y verdad.
La producción en general es una abstracción, es siempre una rama particular de la producción. El que ejerce su actividad en un conjunto mas o menos grande, es siempre un sujeto social.
La arqueología designa sin poder decirlo: la relación entre el logos y una arché, principio o comienzo que constituye su otro. La historiografía se apoya en este “otro” que la vuelve posible y puede colocarlo siempre antes, remontarlo siempre más atrás, o bien designarlo como lo que autoriza la representación de lo real sin serle jamás idéntico.
1. Hacer Historia
La Historia religiosa es el campo de una confrontación entre la historiografía y la arqueología a la que ha reemplazado parcialmente.
La relación entre historia y teología es ante todo un problema interno de la historia. ¿Cuál es el significado histórico de una doctrina en el conjunto de un tiempo? ¿Cuáles son los criterios para comprenderlo? ¿Cómo explicarlo en función de los términos que nos presenta el periodo estudiado?
Globalmente, y en lo que respecta a Francia, la historia religiosa marcada desde hace tres siglos por dos tendencias: una, que fija el estudio en el análisis de las doctrinas, y la otra que coloca la religión bajo el signo de la superstición. De un lado las verdades que emergen de los textos, y del otro errores, o sea un folclor abandonado en la ruta del progreso.
La fragmentación de las creencias en sociedades que dejan de ser religiosamente homogéneas, vuelve mas necesarios los puntos de referencia objetivos: el creyente se diferencia del no creyente –o el católico del protestante– por las prácticas.
Una sociología del conocimiento religioso se desarrolló en el momento en que el sentido se retiraba hacia “lo interior”. El mismo corte se encuentra en el terreno de las investigaciones consagradas a la ideología, opuesto aparentemente al anterior.
El punto de vista sociológico sobre las ideologías y la utilería conceptual que organizan nuestro análisis cultural dan testimonio aun de la función social que recibió el saber a lo largo del siglo XVII.
En la actualidad, la excesiva división de los métodos ha traído posteriormente el efecto de separar, cada vez mas,, en cada obra doctrinal, un objeto sociológico enfocado por la historia, de un objeto teórico que parece abandonado a un análisis literario.
La historia de las ideas nació de reacciones comunes, en particular contra la fragmentación que llevaba consigo, en una obra o en un periodo, el aislamiento de las disciplinas.
Las ideas se convierten en una mediación entre el Espíritu y la realidad sociopolítica se supone que constituyen un nivel donde se encuentran el cuerpo de la historia y su conciencia, el Zeitgeist.
Esta unidad tan buscada, se presta a discusiones. Se quiere superar la concepción individualista que divide y reagrupa los escritos según su “pertenencia” a un mismo autor, lo cual concede a la biografía el poder de definir una unidad ideológica, y supone que a un hombre corresponde un pensamiento.
Se realiza una clasificación del material basada en comienzos y términos ideológicos, en lo que Bachelard llama “rupturas epistemológicas”.
Esta concepción manifiesta que es imposible eliminar del trabajo historiográfico las ideologías que lo penetran.
La búsqueda de la coherencia propia de un nivel ideológico nos remite al lugar de los que la elaboran en el siglo XX.
El que hace historia en la actualidad parece que ha perdido los medios de captar una afirmación de sentido como objeto de su trabajo, pero encuentra la misma afirmación en el modo de su propia actividad. Lo que desaparece del producto aparece en la producción.
El término ideología ya no es conveniente para designar la forma como surge la significación en la óptica o mirada del historiador. Coloca el hacer historiográfico en lugar del dato histórico.
Esto no significa de ninguna manera que la historia renuncie a la realidad y se vuelva sobre sí misma para contentarse con examinar sus procesos. Lo que ha cambiado es la relación con lo real. Es resultado de procedimientos que han permitido articular un modo de comprensión con un discurso de hechos.
La organización de cada historiografía en función de ópticas particulares y diversas se refiere a actos históricos, fundadores de sentidos e instauradores de ciencias.
El alejamiento en el tiempo, y sin duda alguna una reflexión más epistemológica, nos permiten hoy en día descubrir los prejuicios que han ejercido presión en la historiografía religiosa reciente.
Una historiografía religiosa puede ahora convertirse en el objeto de un nuevo exotismo, semejante al que conduce al etnólogo hacia los salvajes del interior o hacia la brujería francesa. Socialmente, el cristianismo existía mas intensamente cuando se le concedía menos lugar ayer en el tiempo que el que se le concede hoy en el mundo.
La renovación de la historiografía religiosa no significa un avance del cristianismo, sino la disolución de sus instituciones y sus doctrinas en las nuevas estructuras de la nación e paso de un estado de cuerpo opaco y resistente a un estado de transparencia y movimiento.
Los prejuicios de la historia o de los historiadores desaparecen cuando se modifica la situación a la que se referían. La organización cambia de condición: deja de estar del lado de los autores, como aquello en lo cual pensaban y se pasa del lado del objeto, al cual nosotros nuevos autores, debemos convertir en pensable.
Los modos de comprensión de la historiografía de ayer se encuentran en la misma posición que las ideologías o las creencias cristianas.
Lo real es el resultado del análisis, es su postulado.
La historia como ciencia humana tiene al hombre por objeto, sino porque su práctica reintroduce en el sujeto de la ciencia lo que ya había distinguido como su objeto. Su funcionamiento nos envía del uno al otro polo de lo “real”.
La historia se desarrolla donde una sociedad se une con su pasado y con el acto que lo distingue de él.
La verdad de la historia está en un estado intermedio impuesto por una obra incapaz de crear un objeto que sustituya a esta relación.
La historia será enfocada como un texto que organiza unidades de sentido y lleva a cabo transformaciones cuyas reglas pueden determinarse. Si la historiografía puede recurrir a los procedimientos semiológicos para renovar sus prácticas, ella misma se les ofrece como un objeto, en cuanto constituye un relato o un discurso propio.
En el discurso histórico, la interrogación sobre lo real vuelve bajo la forma del origen postulado por el desarrollo de un modo de lo pensable. La actividad que produce al sentido y que establece una inteligibilidad del pasado, es también el síntoma de una actividad experimentada, el resultado de acontecimientos y de estructuraciones que ella misma cambia en objetos pensables, la representación de una génesis organizadora que se le escapa.
El historiador experimenta una praxis que es inextricablemente la suya y la del otro. Elabora la ambigüedad misma que designa el nombre de su disciplina. La ciencia histórica no puede desolidarizar completamente su práctica de lo que capta como objeto, y tiene como tarea indefinida precisar los modos sucesivos de esta articulación.
La historia ha tomado el relevo de los mitos primitivos o de las teologías antiguas desde que la civilización occidental dejo de ser religiosa; y en el mundo político, social o científico se define por una praxis que compromete igualmente sus relaciones con ella misma y con otras sociedades.
Esta localización del mito aparece no solamente con el movimiento que conduce a las ciencias exactas o humanas, hacia su historia.
El discurso histórico vuelve explícita a una identidad social no como “dada” o estable, sino como diferenciada de una época anterior o de otra sociedad. En un texto que conserva todavía la forma de un relato, apoya la práctica de una nueva inteligibilidad y la permanencia de pasados diferentes.
La historia da pruebas de una autonomía y de una dependencia cuyas proporciones varían según los medios sociales y las situaciones políticas donde se elabora.
La historia es un discurso en tercera persona. Batallas, políticas o salarios son el sujeto-objeto; pero, “nadie está allí para asumir el enunciado”. El objeto que circula por allí no es sino el ausente, mientras que su sentido es ser un lenguaje entre el narrador y sus lectores, es decir, entre presentes. La cosa comunicada opera la comunicación de un grupo consigo mismo por medio de esa remisión a un tercero ausente que es su pasado.
El discurso tiene por definición el ser un decir que se apoya sobre lo que ya pasó completamente.
2. La operación historiográfica
¿Qué fabrica el historiador cuando hace historia? ¿En qué trabaja? ¿Qué produce? Interrumpiendo su deambulación erudita por las salas de los archivos, se aleja un momento del estudio monumental que lo clasificará entre sus pares, y saliendo a la calle, se pregunta: ¿De qué se trata en este oficio?
La escritura histórica se construye en función de una institución cuya organización parece invertir: obedece a reglas propias que exigen ser examinadas en sí mismas.
Toda investigación historiográfica se enlaza con un lugar de producción socioeconómica, política y cultural. Implica un medio de elaboración circunscrito por determinaciones propias: una profesión liberal, un puesto de observación o enseñanza, una categoría especial de letrados, etc. Se halla sometida a presiones, ligada a privilegios, enraizada en una particularidad. Precisamente en función de este lugar los métodos se establecen, una topografía de intereses se precisa y los expedientes de las cuestiones que vamos a preguntar a los documentos se organizan.
Hace cuarenta años, una primera crítica del cientificismo reveló en la historia objetiva su relación con un lugar, el lugar del sujeto. La historia objetiva conservaba con esta idea de una verdad.
Después vino el tiempo de la desconfianza. Se probó que toda interpretación histórica depende de un sistema de referencia, nos remite a la subjetividad del autor.
En nuestros días, los hechos históricos se hallan constituidos por la introducción de un sentido en la objetividad. Enuncian en el lenguaje del análisis, selecciones. La relatividad histórica compone un cuadro donde sobre el fondo de las de los pensadores disfrazados de historiadores.
La institución histórica señala el origen de las ciencias modernas, como lo demuestran, en el siglo XVII, las asambleas de eruditos, los intercambios de correspondencia y de viajes que realiza un grupo de curiosos, y todavía con mas claridad en el siglo XVIII los círculos de sabios y las academias.
La relación entre una institución social y la definición de un saber, insinúa la figura, ya desde los tiempos de Bacon y Descartes, de lo que se ha llamado la “despolitización” de los sabios.
Las instituciones políticas, eruditas y eclesiásticas se especializan recíprocamente. No se trata de una ausencia, sino de un sitio particular en una nueva distribución del espacio social. Bajo la forma de un retiro relativo de los asuntos públicos o de los asuntos religiosos. La ruptura que hace posible la unidad social destinada a convertirse en la ciencia nos indica que se está llevando a cabo una nueva clasificación global.
Toda doctrina que rechaza en historia su relación con la sociedad, queda en el campo de lo abstracto. Para el historiador, en esta relación con el cuerpo social esta precisamente el objetivo de la historia.
El público no es el verdadero destinatario del libro de historia, aun cuando sea su apoyo financiero y moral.
Desde el acopio de los documentos hasta la redacción del libro, la práctica histórica depende siempre de la estructura de la sociedad.
La historia vuelve posibles algunas investigaciones, gracias a coyunturas y problemáticas comunes. Pero a otras las vuelve imposibles, excluye del discurso lo que constituye su condición en un momento dado; desempeña el papel d una censura en lo referente a los postulados presentes.
La historia queda configurada en todas sus partes por el sistema con que se elabora. Hoy como ayer, esta determinada por el hecho de una fabricación localizada en algún punto de dicho sistema. Así pues, el tener en cuenta el lugar donde se produce, permite al saber historiográfico escapar a la inconciencia de una clase que se desconocería a sí misma como clase en las relaciones de producción, y que por lo tanto, desconocería a la sociedad donde está insertada. En enlace de la historia con un lugar es la condición de posibilidad de un análisis de la sociedad.
Hacer historia es una práctica.
El historiador hace otra cosa: hace historia, artificializa la naturaleza, participa en el trabajo que convierte a la naturaleza en un medio ambiente. No encuentra mas la dicotomía que opone lo social a lo natural, sino la conexión entre una socialización de la naturaleza y una naturalización de las relaciones sociales.
El historiador tiene al tiempo como materia de análisis o como objeto específico. Trata según sus métodos a los objetos físicos (papeles, piedras, imágenes, sonidos, etc.), que distinguen en el continuo de lo percibido, la organización de una sociedad y el sistema de pertinencias propias de una ciencia. Trabaja sobre un material para transformarlo en historia. Puede convertir en cultura los elementos que extrae de campos naturales.
En historia, todo comienza con el gesto de poner aparte, de reunir, de convertir en documentos algunos objetos repartidos de otro modo.
El establecimiento de las fuentes requiere también hoy en día un gesto fundador, de un “aparato” y de técnicas.
El establecimiento de las fuentes trae consigo no solamente una repartición nueva de las relaciones razón / real o cultura / naturaleza, sino es el principio de una redistribución epistemológica de los momentos de la investigación científica.
La utilización de las técnicas actuales de información lleva al historiador a separar lo que hasta ahora estaba unido en su trabajo: la construcción de objetos de investigación y también de unidades de comprensión, la acumulación de datos y su ordenación en lugares donde pueden ser clasificados o desplazados; la explotación que se ha hecho posible gracias a las diversas operaciones que pueden realizarse con ese material.
La investigación utiliza objetos que tienen la forma de su práctica: ellos le proporcionan el medio de hacer resaltar las diferencias relativas a las continuidades o a las unidades de donde parte el análisis.
La historia no deja de ejercitar la función que ha ejercido a lo largo de los siglos en lo que se refiere a razones muy diferentes, función que interesa a cada una de las ciencias constituidas, puesto que es una crítica de ellas.
Actualmente, el conocimiento histórico es juzgado mas bien por su capacidad para medir exactamente las desviaciones –no solo cuantitativas, sino también cualitativas– en relación con las construcciones formales presentes.
Se ha especializado en la fabricación de diferencias significativas que permiten imponer un rigor mas grande en las programaciones, y explotarlas más sistemáticamente.
La representación no es histórica sino cuando se apoya en un lugar social de la operación científica, y cuando esta, institucional y técnicamente, ligada a una práctica de la desviación referente a modelos culturales o teóricos contemporáneos.
El writing, o la construcción de una escritura , nos conduce de la práctica al texto.
La escritura historiadora, o historiografía, permanece controlada por las prácticas de donde resulta; mas aún, es en sí misma una práctica social que fija a su lector un lugar bien determinado al redistribuir el espacio de las referencias simbólicas.
El discurso se sitúa fuera de la experiencia que lo acredita, se disocia del tiempo que pasa , olvida el transcurso de los trabajos y de los días, para proporcionarnos modelos en el cuadro ficticio del tiempo pasado.
Los resultados de la investigación se exponen según un orden cronológico. El lugar donde se produce es el que autoriza al texto. La cronología señala un segundo aspecto del servicio que el tiempo presta a la historia. La cronología de la obra histórica no es sino un segmento limitado, tratado sobre un eje más amplio que se prolonga por ambos lados.
Teniendo en cuenta una tipología general del discurso, una primera aproximación se refiere al modo según el cual se organiza, en cada discurso, la relación entre su contenido y su expansión. En la narración, uno y otra nos remiten a un orden de sucesión. En el discurso lógico, el contenido, definido por el estadio d verdad que se puede asignar a los enunciados, implica entre ellos relaciones silogísticas. El discurso histórico pretende dar un contenido verdadero, pero bajo la forma de una narración.
El discurso produce un contrato enunciativo entre el remitente y el destinatario; funciona como discurso didáctico.
La tesis de Swanson nos permite identificar algunos principios que se encuentran en muchos de nuestros trabajos históricos: 1) La historia proporciona “hechos”; 2) La taxonomía; 3) Un modelo único.
3. La inversión de lo pensable
Entre las tensiones propias del siglo XVII, están evidentemente ligadas a una percepción contemporánea.
El mayor hecho moderno: el hereje notorio se convierte pública y oficialmente en ministro de iglesia, de otra iglesia. Los valores invertidos en la iglesia se encuentran, por el mismo hecho de su fragmentación en iglesias coexistentes y mutuamente opuestas, abonados a la cuenta de la unidad política o nacional. El sabe se convierte para la sociedad religiosa, en su catequesis o en las controversias, en un medio para definirse.
La religión se va llevando progresivamente, durante todo el siglo XVII, al terreno de la práctica. El criterio religioso cambia lentamente en el interior de la iglesia. Las grandes campañas escolares y misioneras de las iglesias en el silo XVII son bien conocidas: se dirigen ante todo a las regiones geográficas, sociales y culturales, dejadas hasta entonces sin cultivo porque se las creía asimiladas por las estructuras globales: el campo, el niño, la mujer.
a) La organización de las ciencias eclesiásticas cambia durante el siglo XVII.
b) Las opciones intolerantes y las divisiones interiores en las que los creyentes del siglo XVII parecen verse acorralados tan a menudo.
c) la localización sociocultural de las ideas religiosas.
La historia religiosa del siglo XVII pone en tela de juicio una diferencia entre dos sistemas de interpretación, uno “social” y otro “religioso”.
4. La formalidad de las prácticas. Del sistema religioso a la ética de las Luces (siglos XVII–XVIII)
Los deslizamientos socioculturales que se realizan en los siglos XVII y XVIII se refieren a los marcos de referencia, ya que pasan de una organización religiosa a una ética política o económica.
Las relaciones entre moral y religión no fueron fáciles n armoniosas en otras épocas, muchos trabajos nos muestran que fueron tempestuosas y nunca estabilizadas.
Las iglesias se dividen y vemos como se rompe la alianza institucional entre el lenguaje cristiano que expresa la tradición de una verdad revelada y las prácticas propias de cierto orden del mundo.
Un ateísmo se desarrolla durante el segundo tercio del siglo XVII: los Libertinos Eruditos.
La evolución que convierte a la religión popular en el objeto de una antropología ilustrada se presenta primero como una selección que pretende extraer de las creencias y de las prácticas religiosas todo lo que puede admitirse bajo el título de una razón social.
Durante la segunda mitad del siglo XVII, se impone el reinado de lo útil. La razón que organiza una práctica de la sociedad sobre ella misma supone siempre que su verdad y su esencia están enterradas en lo vulgar, y por consiguiente son extrañas a la misma razón.
La religión presenta, desde el siglo XVIII, cierta ambigüedad en su objeto, toda sociedad nacida y salida de un universo religioso, debe enfrentarse con la relación que mantiene con u arqueología.
1. Al siglo XVIII la creación de naciones y el paso de la cristiandad a la Europa moderna, una ética política domina en un principio. El imperativo de la razón de Estado dirige a la vez la crítica de las prohibiciones cristianas y las nuevas prescripciones.
2. El recurso a la conciencia se origina más bien en el liberalismo económico y en un individualismo burgués.
Los discursos (verbales, iconográficos o del gesto) no tienen la misma función y por consiguiente, tampoco la misma significación cuando son contiguos o aun extraños a las técnicas y se convierten en un instrumento de producción en las manos de un grupo social. El símbolo permite una expresión.
La cultura popular que se encuentra determinada por lo que tiene ante ella, es oral, pero la oralidad se convierte en otra cosa desde el momento en que lo escrito ya no es “símbolo” sino “clave” e instrumento de un “hacer la historia” en las manos de una categoría social.
Una nueva historiografía nacerá cuando una racionalidad de las tareas revolucionarias haya clasificado las creencias entre las fábulas antiguas. Entonces la comprensión misma de las épocas anteriores encontrará a las representaciones como un efecto o un resto, que refiriéndose a lo que viene del pasado, se ha convertido en homogéneo con lo presente, es decir, con una ciencia económica o política de las operaciones sociales.
5. Etno-grafía. La oralidad o el espacio del otro: Léry
Cuatro nociones parecen organizar el campo científico cuya condición se fija en el siglo XVIII y que recibe de Ampère su nombre de etnología; la oralidad, la espacialidad, la alteridad, la inconciencia. Cada una de ellas garantiza y llama a las otras.
En la historiografía moderna hay cuatro nociones opuestas: la escritura, la temporalidad, la identidad y la conciencia.
La historia es homogénea en los documentos de la actividad occidental, los acredita con una a “conciencia” que ella puede reconocer, se desarrolla en la continuidad de las marcas dejadas por los procesos escriturísticos.
Jean de Léry nos proporciona un punto de partida moderno. Para decir la verdad, más bien nos asegura una transición. Su historia, veinte años más tarde, convierte en una forma circular el movimiento de partida que iba de por-acá a por-allá. El viaje se convierte en un ciclo. La Historia trae de allá un objeto literario el salvaje, que permite volver al punto de partida.
Al combinar el poder de retener al pasado y el de salvar indefinidamente las distancias, la escritura hace la historia. Por una parte, acumula, almacena los secretos de por-acá, y si perder nada, los conserva intactos, pues es archivo. Por otra parte, declara, avanza, hasta el fin del mundo, hacia los destinatarios y según los objetivos que le placen.
La Historia relata gracias a su organización. La operación literaria de conducir hacia el mismo productor el resultado de los signos enviados a lo lejos tiene una condición d posibilidad: la diferencia estructural entre aquí y allá.
En la historia, lo maravilloso, marca visible de la alteridad, no sirve para establecer un lenguaje operacional que sea capaz de traer la exterioridad a lo mismo.
El proceso fundamental de los tiempos modernos, es la conquista del mundo como imagen concebida.
6. El lenguaje alterado. La palabra de la posesa
La palabra de la posesa plantea una doble cuestión. Por una parte la posibilidad de acceder al discurso de otro, problema del historiador. Por otra parte, la alteración del lenguaje por una posesión, objeto propio de esta exposición.
El mismo discurso de las posesas en cuanto se dice hablado por otro.
Transgredir significa atravesar. El problema que se plantea aquí es el de una distorsión entre la estabilidad del discurso demonológico como discurso del saber y por otra parte, la función de límite ejercida por los desires de la posesa.
En los textos etnográficos y relatos de viajes, el salvaje es jurídica y literariamente citado por el discurso que se pone en su lugar para decir de ese ignorante lo que no sabe de sí mismo. El saber etnográfico, así como el demonológico o el médico, se acreditan con la cita.. debemos interrogarnos sobre el papel que desempeña la cita del otro en el discurso historiográfico. Y entiendo “cita” en el sentido literario, pero también se puede entender la citación ante un tribunal.
Al aislar los textos que relatan las palabras pronunciadas por las posesas, notamos un rasgo común: se trata de discursos en “yo”. Trata de restablecer el postulado de todo lenguaje, a saber: una relación entre el “yo” locutor y un significante social.
En el campo donde se combinan los significantes, ya no sabemos si entran en la categoría “verdad” o en su contraria “mentira”, si se refieren a la realidad o a la imaginación.
7. Una variante: la edificación hagio-gráfica
Al final de la historiografía, existe otro discurso. Podemos caracterizarlo con algunos rasgos que tienen por fin únicamente situarlo dentro de u ambiente, como el constitutivo de una diferencia. Este discurso ilustra una significación adquirida, aunque pretende tratar únicamente de acciones.
Los hechos son mas bien significantes al servicio de una verdad que construye su organización “edificando” su manifestación.
La hagiografía es un género literario que en el siglo XVII se llamaba también hagiología o hagiológica. La hagiografía favorece a los actores de lo sagrado (os santos) y tiene por fin la edificación.
La hagiografía cristiana no se limita a la Antigüedad o a la Edad Media, aun cuando desde el siglo XVII se le ha estudiado demasiado bajo el punto de vista de la crítica histórica y del retorno a las fuentes, y por lo tanto se la ha clasificado junto con la leyenda en los tiempos de una prehistorio-grafía antigua que reservaba al periodo moderno el privilegio de las biografías científicas.
Nacida en los calendarios y con la conmemoración de los mártires en los lugares de sus sepulcros, la hagiografía se interesa menos, durante los primeros siglos (de 150 a 350 más o menos), por la existencia que por la muerte del testigo. Una segunda etapa comienza con las Vidas.
La hagiografía no crítica (que sigue siendo la mas importante) se aísla. La austeridad, que en materia litúrgica los sacerdotes y los teólogos han opuesto siempre a la folclorización popular, se convierte en exactitud histórica. En el siglo XX, otros personajes, los de la política, del crimen o del amor, sustituyen a los santos, pero mantiene la división entre las dos series.
La vida de un santo se inscribe dentro de la vida de un grupo, Iglesia o comunidad; supone a un grupo ya existente, pero representa la conciencia que éste tiene de sí misma al asociar una figura a un lugar.
El texto implica también una serie de apoyos (transmisión oral, manuscrita o impresa), cuyo desarrollo indefinido se detiene en un momento preciso.
Por una parte, la vida de un santo articula dos movimientos aparentemente contrarios, pues asegura una distancia en la relación con los orígenes. Por otra parte, la vida de un santo indica la relación que el grupo mantiene con otros grupos.
En la comunidad cristiana desde los primeros tiempos, la hagiografía se distingue globalmente de otro tipo de textos, los libros “canónicos” constituidos esencialmente por las Escrituras.
El uso de la hagiografía cristiana corresponde a su contenido. En la lectura, es el ocio distinto del trabajo. Lo extraordinario y lo posible se apoyan uno en el otro para construir la ficción que se pone al servicio de la ejemplaridad.
La mención más antigua de un hagiógrafo en la literatura cristiana eclesiástica aparece en una condenación: el autor (un sacerdote) fue degradado por haber escrito un apócrifo. La ortodoxia reprime la ficción. Las mismas reservas se encuentran en el siglo XVI, en los orígenes de las iglesias protestantes, y todavía más, en el siglo XVIII, en la administración eclesiástica católica movilizada contra esas leyendas y supersticiones por una cacería de brujas.
En los orígenes, es sobre todo litúrgica; más tarde, es de tipo dogmático. En el siglo XIX toma un sesgo más moral: al gusto de lo extraordinario, pérdida de sentido y pérdida de tiempo, se opone un orden ligado al mérito del trabajo, a la unidad de los valores liberales, a una clasificación según las virtudes familiares.
Esta literatura “herética” es a la vez destinada al pueblo por clérigos y rechazada debido a los errores que provienen de la ignorancia popular.
La construcción de la figura se efectúa a partir de los elementos semánticos. Así, para indicar en el héroe la fuente divina de su acción y de la heroicidad de sus virtudes, la vida de santo le confiere a menudo un origen noble. La sangre es la metáfora de la gracia.
La hagiografía es, si hablamos con propiedad, un discurso de virtudes. Las virtudes constituyen unidades de base, su rarefacción o su multiplicación producen en el relato efectos de retroceso o de progreso; sus combinaciones permiten una clasificación de las hagiografías.
La hagiografía nos ofrece un repertorio inmenso de temas que historiadores, etnólogos y folcloristas han expresado a menudo. La hagiografía se caracteriza por un predominio de las precisiones de un lugar sobre las precisiones de tiempo, y eso mismo la distingue de la biografía. La hagiografía obedece a la ley de la manifestación que caracteriza a ese género esencialmente teofánico.
8. Lo que Freud hace con la historia
Lo que llamamos espontáneamente historia no es sino un relato. Todo comienza con la presentación de una leyenda, que dispone los objetos “curiosos” en el orden en que es preciso leerlos.
La palabra historia oscila entre dos polos: la historia que se cuenta y la que ocurre. Esta distinción tiene el mérito de indicar, entre dos significantes, el espacio de un trabajo y de una mutación. Porque el historiador parte siempre del primer sentido y tiende hacia el segundo, para descubrir, con el texto propio de su cultura, la realidad de algo que pasó en otra parte y de otro modo; de esta manera produce la historia.
El estudio acerca de Una neurosis demoníaca en el siglo XVII data de 1922. La historia es conocida, pues se encuentra en un manuscrito de los siglos XVII–XVIII, del cual Freud nos da una descripción detallada.
Por primeras providencias, Freud toma una actitud muy característica. Pues si él se vale de su instrumento en una tierra para él todavía en barbecho y no cultivada psicoanalíticamente –es decir, los escritos del siglo XVII–, no es porque esta tierra le sea extranjera, distante y tenida en conjunto como algo pasado, sino al contrario, porque la considera como suya.
El documento de Mariazell forma aquí una parte del conjunto, ficticio pero real, constituido por las lecturas, los conocimientos, los intereses, en suma por toda la cultura de Freud, superficie plana y totalmente contemporánea, en la que se da un lugar al documento antes de que él mismo se autorice.
Dentro de la perspectiva de una historiografía, la interpretación de la época clásica puede conservar dos puntos del análisis freudiano, que sin duda son susceptibles de un mayor desarrollo.
La neurosis demoníaca del siglo XVII, se nos dice “se presenta con plena claridad”. Se parece, por l demás a la neurosis infantil, que se descubre más fácilmente que la del adulto. El siglo XVII (medieval) descubre con el simple ojo una enfermedad que en el siglo XX sólo se revela a una investigación profunda.
Así pues, lo mas antiguo sería mas claro. Esta posición nos permite interpretar la pretensión freudiana, indicada al principio de su estudio, de reconocer bajo otras palabras las mismas estructuras neuróticas. El historiador profesional mas bien tiende a substantificar la continuidad. Freud admite demasiado pronto como realidad histórica lo que es solamente la coherencia de su discurso historiográfico, lo que es solamente el orden postulado o impuesto por su pensamiento.
En tótem y tabú, Freud se proponía un objetivo que seguía manteniendo esta división. Intentaba crear un lazo de unión entre etnólogos, lingüistas, folcloristas, etc., por una parte, y psicoanalistas por la otra.
El trabajo de la historia no cesa de ocultar l que era legible, debido al gesto mismo que desmultiplica lo simple para descubrirlo. La cultura intervendría al desplazar las representaciones.
El psicoanálisis no es un nuevo episodio en el progreso de una añagaza que va creciendo con la capacidad de descubrir engaños y con la misma lucidez. Mas bien establece un corte epistemológico en ese proceso indefinido; sería el medio de pensar y de practicar una alucidación de un tipo nuevo, válido en general, y destinado finalmente a dar cuenta de una doble relación.
Freud considera no tanto a los sustitutos del padre sino a las sustituciones del padre. En su praxis, llama la atención en primer lugar el recurso a una ley. Dentro de esta praxis metódica y científica aparecen acontecimientos: el acto freudiano.
Freud traza una línea divisoria entre estas dos vertientes de la práctica psicoanalítica, cuando menciona el principio inaccesible del que se vale para cortar los significantes en la superficie de un discurso o de un texto. Hay, entre el acto psicoanalítico y la ciencia psicoanalítica, una articulación posible.
9. La ficción de la historia
La erudición puede liquidar fácilmente a Moisés y el monoteísmo al citarlo únicamente en la parte ñeque habla en serio. Pero el texto no se limita a esto. Es una fantasía.
Al construir esta historia donde el texto figura como héroe entre sus adversarios y pasa las pruebas de la revelación final, ¿qué otra cosa hago sino borrar la ruptura que lo parte en dos, y suponer una continuidad cronológica donde se acomodan ordenadamente los ires y venires de la obra? Yo también construyo una leyenda del texto.
El nacimiento y las transformaciones de la tradición mosaica no representan sino un régimen del análisis. La génesis de la figura histórica del judío y la de la escritura freudiana intervienen en él sin cesar. El lugar desde donde escribe Freud y la producción de su escritura entran en el texto junto con el objeto del que trata.
La ficción freudiana no se presta a esta distinción espacial de la historiografía donde al sujeto del saber se le da un lugar, el presente, separado del lugar de su objeto, definido como pasado. Lo que se cuenta a la vez de Moisés, del judío o de Freud no puede referirse a uno de los registros diferentes según los cuales se analiza la producción de una escritura.
La fábula freudiana se presenta como analítica, porque restaura y afirma la ruptura que aparece y se desplaza por todas partes como novelesca, porque únicamente capta subtítulos de otras cosas y estabilidades ilusorias en relación con la división que hace que se queden enrocadas en el mismo lugar. La fábula tiene como objeto la misma división. Freud trata precisamente de lo que la historiografía postula y coloca fuera de su campo cuando trata de comprender a las figuras instituidas como unidades distintas.
Freud pone a su novela en el lugar de la historia, como pone el egipcio en lugar del Moisés judío, para hacerlos dar vueltas alrededor del “trocito de verdad” representado por su juego. Pero esta trituración de la identidad, discurso de fragmentos, permanece envuelta por la connotación histórica, del mismo modo como el personaje al que desmonta y hace circular el nombre de Moisés.
En lugar de historia, tenemos aquí una historia: una novela escrita en otra lengua, la de la erudición, introduce en las identidades historiográficas el chiste de su relación con el no lugar de una muerte que obliga.
La escritura es repetición, trabajo de diferencias. La práctica escriturística es en si misma memoria.
El Moisés es la narrativización de ese tiempo practicado; es el relato donde la escritura, productora y objeto de esta escenografía, se analiza como tradición de una muerte.
La leyenda judía del nacimiento de Moisés “difiere de todas las demás leyendas del mismo género”, ocupa una parte y aun contradice a las otras en un punto esencial. Moisés nace en una familia modesta de levitas y es adoptado por la familia noble del faraón.
Freud adopta, la practica con acento extranjero, como un hombre “venido de fuera”. Desplazado del lugar donde está de paso, ese “Moisés egipcio” desplaza todos mis problemas.
La historiografía “conoce” la cuestión del otro. La relación del presnte con el pasado es su especialidad.
Me pregunto si la tradición religiosa, casa abandonada hoy en día por una sociedad que ya no habita y ya no esta allí, no debe ser considerada históricamente a partir de dos proposiciones que pueden sacarse del análisis freudiano.
La novela de Freud es la teoría de la ciencia ficción. Freud pasa del mito a la novela gracias al interés que le despierta el “hombre Moisés”.
referencia: de Certeau, Michel, LA ESCRITURA DE LA HISTORIA, UIA, 1993.
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